Un sábado en la Feria del Libro

Uno acude a la Feria del Libro para reconciliarse con la vida y si no tiene el ánimo para bromas sale más peleado con ella que cuando llegó. La suave temperatura de junio, el refugio natural que es el Parque del Retiro frente a la asfáltica selva madrileña y el olor a papel mezclado con el que exhala la primavera, parecen factores suficientes como para considerar la visita a la Feria un must del incipiente verano en la capital. El evento es una especie de despedida de cosmopolitas antes de que los calores conviertan la carretera de Valencia en el Mar Rojo,  a los madrileños en el pueblo hebreo y a Gandía en una especie de Tierra Prometida.

Este sábado visité la Feria. Me gusta hacerlo solo, como algunas otras cosas en la vida, como las visitas a los museos. Hay pocas cosas en las que el tiempo sea tan circunstancial como en estas dos actividades. Hay quien se pasaría horas frente al Jardín de las Delicias de El Bosco mientras otros se abruman al ver un conjunto de figuras imposibles de identificar y prefieren las carnes de la Maja Desnuda. A mi me pasa en la Feria. No hay dos personas que consideren el mismo tiempo para una misma caseta, y ya no digamos para un mismo libro, y si las hay, debería haber alguna sentencia judicial que les obligase a pasar juntos el resto de su vida.

El caso es que servidor había visto por encima las firmas que se iban a dar cita en el Paseo de Coches (que no es circuito, sino la avenida asfaltada donde se celebran la mayor parte de actividades lúdico/deportivas del parque) sin tener en cuenta que da igual el día que vayas, porque quien el sábado por la mañana está en la caseta 113, por la tarde lo está en la 258 y al día siguiente en la 320.  Yo no soy nada mitómano, me obligué hace tiempo a admirar el talento profesional al margen del personal y en este último admirar sólo a las personas que están a mi alcance. De hecho, el número de libros que tengo en casa firmados por su autor se pueden contar con los dedos de una mano cuando podrían hacerse con las patas de un ciempiés si hubiera salido mitómano o directamente tonto.

Cuando llegué, no tardé en darme de bruces con la caseta de la FNAC. Está al principio como para que pases el trance lo antes posible. Me costó atravesar la cola de Mario Vaquerizo, Risto Mejide o Xavi Martínez (que no es escritor, sino un locutor de Europa FM que por carita angelical podría ser el sexto componente de One Direction) no sin antes prometer a las desesperadas fans que no pretendía colarme en su orgásmica espera, sino seguir con mi andada hasta la última caseta sin más perturbaciones que esa.

Las colas también se agolpaban ante otros Cervantes del siglo XXI, como Mercedes Milá, Paz Padilla, Jorge Javier Vázquez o Carmen Bazán, que para quien no lo sepa, es la madre de Jesulín de Ubrique, que también firmaba ejemplares de vete a saber qué obra. A estas alturas queda claro que la Feria no es un nido de intelectuales gafapasteros que viven al margen de la industria más comercial, sino un ejemplo más de ésta última.

Pero lejos de ellos, también contemplé el efecto Príncipe de Asturias ante un escritor al que uno admira desde mucho antes de recibir importantes premios, como Antonio Muñoz Molina. Hace muy pocos años, comprobé como para conseguir una firma y unas palabras suyas no necesitabas más de cinco minutos frente a su caseta. Ayer, se agolpaban decenas de personas que pronunciaban el Enhorabuena antes que su nombre. Pocos metros más adelante estaba su mujer, Elvira Lindo, con una fila no menor. Firmaba lo último de Manolito Gafotas, que yo me he leído en el iPad y donde no caben espacios para las dedicatorias. En esto último deberían trabajar los gurús de Silicon Valley en los próximos tiempos, pues yo no soy mitómano, pero no hubiera desechado dos minutos con la mamá bibliográfica de Manolito.

Una de las cosas que confieso que más me gustan de la Feria del Libro, aparte de comprar los libros que me permite mi ajustado presupuesto y mi nada ajustado gusto literario, es curiosear las conversaciones entre lectores y escritores (en esa dirección) mientras finjo que me fijo en los libros expuestos. Estoy seguro que más de una novela habrá salido de ellas. Observo también la timidez de algunos autores que no venden tal actitud en público, la inexperiencia de otros, el agobio de los que están menos acostumbrados al cara a cara. Todos acuden con la sonrisa pintada y ensayada para salvar un negocio que no está para permitir groserías o excentricidades frente al que te da de comer, el lector.

Cuando vi a Caillou dentro de una caseta con un bolígrafo en la mano y un libro en la otra, supe que había llegado la hora de retirarme. Prefiero que un bebé calvo no se convierta en el referente al que tenga que acudir cada vez que me ponga delante de la hoja en blanco. Ha sido el máximo protagonista de la televisión en mi casa durante mi adolescencia gracias a un hermano tardío y prefiero que quede en eso. En mi huída ayudó la aparición de la lluvia. Nunca antes una librería ambulante se había convertido en un refugio tan metafórico para los tiempos que corren, porque a pesar de indignación, de las largas colas comerciales, de las fans enfurecidas, de los niños calvos firmando libros, de los rostros televisivos disfrazados de plumillas, cuando llueve siempre hay una caseta que abre su capota para que te refugies en ella. Quédense con ello y aprovechen el último fin de semana de Feria. Acudan de buen humor. 

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