Prohibido jugar en la calle

El lugar al que se han visto más expuestos los españoles desde que comenzó la crisis económica, la calle, es un lugar cada vez más triste y duro de pelear. Tampoco le ayudan al espacio en cuestión los dichos de toda la vida. Hacer la calle nunca ha sido la vocación ni el orgullo de nadie. Que te echen a la calle, tampoco plato de buen gusto. En este caso, la muchedumbre no ha sido sinónimo de jolgorio y tampoco de sonrisas.

La calle en general, y las plazuelas, callejuelas, avenidas y ramblas de tu pueblo o el mío en particular, son lugares cada vez con menos alma. Basta darse un paseo por la que fuera cualquier arteria comercial de cualquier ciudad, capital de provincia o del reino entero, para darse cuenta que siempre vivió tiempos mejores. Las persianas bajadas, los grafitis en sus rejas metálicas, las montañas de basura agolpadas en la puerta o los neones resquebrajados y polvorientos son la señal inequívoca del desamparo, del desconsuelo y del abandono.

La gente está en la calle, pero no físicamente. Ni la siente, ni la vive, ni encuentra en ella el refugio y el calor en el que entibiar sus penas. Las autoridades competentes, tampoco parecen hacer por revertir la situación, e ideas existen, como siempre. Frente a ello, en muchas ocasiones se suprime el verde por el cemento y la pulsión de la gente por el silencio.

La calle, el espacio por antonomasia para el esparcimiento, para la exaltación de la amistad y para el recreo, el lugar más fácil en el que encontrar una musa, el espacio vital para artistas, escritores y forasteros, el ring de la indignación y el desconsuelo, se ve abocada al orden, al gris y al lamento.

No son pocas las ciudades que en las últimas semanas están aprobando ordenanzas ciudadanas que llaman al civismo y al orden, pero que en el fondo  esconden una irremediable coartada. Quizás la más llamativa es la madrileña. Por aquello de hacer de la capital enmienda a la totalidad, la pondremos como ejemplo. El Proyecto de Ordenanza de Convivencia del Espacio Público de la ciudad contiene una letanía de prohibiciones, unas más acertadas y otras de dudosa puesta en práctica, como la prohibición de regar macetas si estas pueden llegar a poner en peligro a los viandantes o la de dar de beber a las mascotas en las fuentes públicas. Que prohíban las putas, a muchos les puede parecer un canto a la censura y a la tristeza, pero allá cada cual, pero uno empieza prohibiendo las flores y acabar fumándoselas, que es peor.

En Picón, un pueblecito de Ciudad Real de poco más de 700 habitantes, anda circulando otro de esos borradores en los que uno duda sobre qué hizo el legislador con las plantas antes de dictar norma. Lo último ha sido la necesidad de pedir permiso al alcalde para poder jugar a la pelota o montar en monopatín o bicicleta fuera de las únicas zonas habilitadas para ello. Andrés Iniesta, que no se crió muy lejos de allí, quizás nunca le hubiera picado el gusanillo del fútbol ante ordenanzas como ésta; y los mayores, a veces tan renegones con estas actividades infantiles como parecen, estarían al segundo lamentando la ausencia de voces blancas en las calles del pueblo, un drama que conocemos bien en zonas despobladas.

Quizás este viernes se apruebe en el Consejo de Ministros la nueva Ley de Seguridad Ciudadana. La norma actuará con multas de hasta 600.000 euros contra quien haga fotografías a miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado o haga pública su rabia en una manifestación no autorizada. Todo ello aprobado mientras cada día contemplamos simultáneamente el goteo de reos saliendo de la cárcel por crímenes atroces por culpa de una normativa torpe e injusta.

Quizás también, con la puesta en marcha de todas estas leyes tan cívicas, salgan generaciones más formales (que no necesariamente formadas), más educadas, pero también más calladas, más obedientes, más celosas a la crítica, y sobre todo, menos alegres, y no estamos para permitirnos el lujo de recortar en felicidad. Por eso, le propongo a quien corresponda manos a la obra de una vez por todas con una Ordenanza Ciudadana para la Felicidad de nuestras Calles. No como la aprobada en Venezuela, sino una de verdad, aunque eso suponga el lamento de unos cuentos acomodados, que suelen ser los que siempre gritan primero, pero no con más razón.

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