Los que nunca hacen nada

Mis allegados más futboleros sabrán por el título de lo que hablo, y a aquellos que me conocen desde hace tiempo esbozarán una sonrisa al mismo tiempo que por sus cabezas rondará un “ya tardabas en escribir algo así” mientras lean esto. Pero no, no es un secreto para nadie mi condición de madridista y, dentro de ella, mi debilidad por una de las figuras que ha vestido la camiseta blanca, Raúl González, que estos días atrás ha anunciado su retirada definitiva como futbolista. Tampoco es un secreto que este texto habla de algo más que de fútbol.

Siempre digo que no soy persona proclive a las deidades, sobre todo cuando detrás de ellas se esconden los flashes, la fama y el dinero. Prefiero quedarme con las obras de quien admiro antes de indagar demasiado en su personalidad, por aquello del temor a encontrarme con alguien al que preferiría no conocer. Por ello nunca he malgastado el tiempo en profundizar en la vida personal de mi homenajeado más allá de lo que sabe todo el mundo: que cuenta con la suficiente estabilidad sentimental desde que su carrera futbolística comenzara a despuntar y que tiene una camada que podría nutrir el centro del campo de cualquier equipo de fútbol 11. Ah, y que nunca ha protagonizado los escándalos y excentricidades propias de otros compañeros de profesión, que no es un tema menor.

Con los futbolistas, lo primero que se valora es su rendimiento dentro del rectángulo de juego. Puedes ser el mejor padre de familia del mundo o donar todo tu sueldo a los refugiados sirios que si eres un patán nadie hablará bien de ti en la grada, en la barra del bar o en la crónica del día siguiente. Si consigues brillar por tus méritos dentro del campo, solo tendrás ya que aplicar una cierta discreción y las reglas de cualquier ciudadano con cierto sentido común para ser el ídolo perfecto. Prácticas que no incluyen acciones como, por ejemplo, defraudar a Hacienda o contradicciones como fomentar guiños independentistas en contra del país al que defiendes con su selección nacional.

Llegar a cumplir la primera condición no es sencillo, porque debes poseer ciertas cualidades innatas para sobresalir del resto, además de una abnegada capacidad de trabajo que te permita llegar a la categoría de crack mundial. Para la segunda, las zancadillas no son menores: fama, dinero, prestigio social desorbitado, personas interesadas en llegar a ti por tu cuenta corriente, juventud e inexperiencia vital son factores que juntos provocan un cóctel explosivo en el que lo normal es acabar volviéndose gilipollas.

Por todo ello es digno de reconocer el ejemplo de Raúl y otros tantos raúles que hay dentro y fuera del fútbol, personas que procediendo de orígenes humildes conocen las mil caras del éxito en su juventud sin perder la cabeza por el camino. Teniendo que demostrar día a día que frente a la competencia más alta, más feroz, más efectiva, más internacional, mejor vendida, más guapa y más rentable a nivel de marketing empresarial siempre están ellos para hacer lo que nunca llegan a completar, por falta de sacrificio, los que llegan al equipo para quitarles el puesto.

Son “los que nunca hacen nada”, un calificativo que acabó por ser tan oído en el Bernabéu que, a la que se dieron cuenta, los que lo pronunciaban con tanto desdén tuvieron que asumir que aquel chico se había convertido casi sin querer en el mayor goleador de la historia un club convertido en la mayor multinacional deportiva del mundo, consiguiendo sigilosamente que nada pareciera difícil mientras estaba, pero haciéndonos todo un mundo cuando faltaba. Porque a veces, las revoluciones se hacen sin tirar la puerta debajo de una patada, de forma callada, sencilla, humilde y trabajadora. Y cuando otros se quieren dar cuenta, ya es demasiado tarde para evitar que se haya gestado un mito.

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