Buenos consejos, peores personas

Han pasado casi cien días desde que comenzó el estado de alarma. Casi cien días desde la primera vez que salimos al balcón a aplaudir, unidos y todavía de noche, con la convicción de que venceríamos a este virus y además lo haríamos convertidos en mejores personas. Y es que ya se sabe, nunca es tarde para acomodarse en el regazo de la ingenuidad; pues en la inocencia, como en la ignorancia, es donde mejor se vive.


Casi cien días que para muchos han pasado sin darse cuenta, pero que para otros han transcurrido como cien años. Casi cien días en los que se han sucedido postres caseros, clases de yoga, sesiones maratonianas de series, videollamadas y, sobre todo, mucha incertidumbre. Hemos pasado del invierno al verano entre dudas menores del estilo “¿podremos irnos de vacaciones este año?”, y otras tan inquietantes como si a la mañana siguiente tendríamos trabajo. Días de muchas preguntas pero de ninguna certeza, días de pensar en personas a las que hace años no vemos y noches de encadenar sueños extraños. ¿O es que acaso no habéis soñado más en estos meses que en todo el año anterior? 


Después de casi cien días el estado de alarma por fin ha llegado a su fin, aunque no sabemos si volverá en cualquier momento como un fantasma. De repente nos hemos convertido como en esos concursantes de Gran Hermano que tras ver cumplido su deseo de abandonar el encierro y recuperar su libertad, se dan cuenta de que su vida ya no es la misma de antes. Días y días imaginando cómo celebraríamos el momento en que volviésemos a recuperar nuestros movimientos, y cuando lo hacemos, el sabor no es precisamente el más dulce, ya que la vida no está en la misma casilla en la que la dejamos. Y lo que es peor, algunos han abandonado el juego antes de lo esperado. 


Realmente solo han pasado poco más de tres meses. ¿Qué son tres meses en la vida de una persona? Pero en este periodo el paisaje y nuestras prioridades han ido modulándose tanto que hasta nuestra forma de hablar ha cambiado. De “pandemia”, “EPI”, “virólogo”, “curva” o “respirador”, hemos pasado a “rebrote”, “PCR”, “sintomatología” o “etiqueta respiratoria” casi sin darnos cuenta. Palabras o siglas que casi nunca antes habían formado parte de nuestro lenguaje diario se han incorporado a nuestro vocabulario con cotidianidad.


Un restaurante durante la gripe de Hong Kong (1968-69). Cordon Press.

Hemos comprobado que el ser humano tiene una capacidad de adaptación asombrosa, aunque casi nunca somos conscientes de ella. Ahora nos toca vivir en una nueva normalidad que nos habría aterrorizado tiempo atrás, teniendo que reprimir abrazos y besos cada vez que nos encontramos con alguien con quien no convivimos. En marzo miramos hacia el este viendo venir el horror y tres meses después lo hemos relativizado, adoptando con familiaridad las costumbres de esos turistas asiáticos con mascarilla a los que antes mirábamos con extrañeza y estupor en el transporte público. La vida tiene estos giros de guión que ríete tú de Netflix.


Durante estas jornadas he pensado mucho en ese misterioso y truculento romanticismo que tienen los momentos difíciles de la vida. Recordaba mis primeras semanas en Madrid sin conocer a nadie, los momentos de una ruptura sentimental o las veces en las que he perdido a un ser querido. Y lejos de traumatizarme, me venían a la mente imágenes reconfortantes, como la primera vez que descubrí ciertos rincones de la ciudad o los momentos de compañía con las personas que me acompañaron en los momentos de duelo. 


La tragedia, y sobre todo la superación de la misma, adquiere con los años cierto estatus de grandeza que supongo que es lo que nos hace convivir con ella en paz el resto de nuestra vida. Por eso me pregunto cómo recordaremos estos meses distópicos dentro de 15 o 20 años. Si de verdad saldremos con alguna lección aprendida o seremos como esos viajeros que, una vez que el avión toma tierra, no recuerdan las turbulencias del despegue y, con la adrenalina del comienzo de un nuevo viaje, dicen que no ha sido para tanto.


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