La Vito

En el discreto y pequeño parque situado entre las calles Francisco Mariano Nifo y Nicanor Villalta, cuando en Teruel todavía no existían los campos de césped artificial, ni las pistas de skateboard, ni los aparcamientos de autocaravanas, recuerdo ver sentada en un banco a La Vito junto a la Rosario y a la Plenaria. Eran tres mujeres de rostros serios y ropajes oscuros que vigilaban de cerca mis correrías de niño, que solían acabar con globos de agua explotados sobre mi ropa y algún que otro rasguño en la rodilla o coscorrón.

Cuando consideraban oportuno, las tres mujeres daban por terminada mi diversión y entonces yo cogía de la mano a La Vito y enfilábamos el camino a su casa, donde pasé algunos momentos de mi infancia mientras mis padres terminaban de trabajar.

En ese piso recuerdo haber visto hace exactamente 25 años uno de los primeros partidos de fútbol que recuerdo. Lo jugaban un equipo que vestía de azul, y que años más tarde supe que era la Juventus de Turín, contra otro que lo hacía de amarillo fluorescente, que por su llamativa indumentaria me gustaba más y que luego supe que se llamaba Borussia de Dortmund. Al año siguiente, y ya con la conciencia de que ese torneo de fútbol se llamaba Champions League y mi equipo favorito hacía 32 años que no lo ganaba, ese equipo de camisetas amarillas jugó la semifinal contra el mío, y por lo que fuera, ya no me caía tan bien. 

En esa misma casa, en la que vi ese mismo partido de fútbol, La Vito siempre tenía a mano un billete de mil pesetas, un chicle o un pastel para entregarme casi en secreto mientras mi abuelo Emilio veía una película de vaqueros. 

La Vito fue la cara más amable de ese espacio doméstico donde nunca hubo filigranas. Mujer sencilla, esposa sacrificada, madre esforzada y abuela generosa, siempre daba la impresión de que para ella nada era demasiado trascendental. Supongo que haber traído al mundo a nueve hijos en un entorno humilde forjó su carácter a base de bien y le hizo relativizar cualquier problema hasta darle exactamente la importancia necesaria. A La Vito nunca le gustaba molestar ni preocupar a nadie. Si le proponías un plan que sabías que le iba a gustar no te solía decir que no, pero ella nunca te lo pedía.

La Vito guardó hasta el final el espíritu de la niña de Corbalán que un día fue. Le chiflaban los dulces, tanto que incluso a veces se los teníamos que dosificar, y disfrutó hasta el último año de la cabalgata de Reyes con una sonrisa infantil en su rostro. Y es que precisamente el día de Reyes era uno de sus favoritos, pues es históricamente en esa fecha cuando los suyos nos hemos reunido en una comida en la que, con los años, los más jóvenes hemos ido viendo convertirse a nuestros tíos en abuelos y a nuestros primos en padres y madres, mientras en la mesa se incorporaban cada año caras nuevas.

En la Residencia Javalambre, La Vito era seguramente la abuela que más visitas recibía y también una de las más queridas, para regocijo y envidia de sus compañeros, algo a lo que sin duda contribuíamos activamente sus 9 hijos, 4 nueras, 3 yernos, 14 nietos y 8 bisnietos. En tiempos de COVID, de visitas con el tiempo limitado y restricciones de acompañantes, seguramente éramos para los vigilantes y celadores del centro la familia más temida, pues por extensión y parecido físico siempre fuimos un poco difíciles de controlar. Así, claro, el COVID siempre pasó de largo ante ella.

La Vito nos recordaba a diario que para ser feliz solo hace falta una cabeza lúcida y una fortaleza de roble, poco apego a lo material, una memoria y un oído algo selectivos, y sobre todo, una familia bien avenida, pues nada le gustaba más que ver cómo se abría la puerta de su habitación para recibir a otro “Civerica” más, para el cual siempre había reservado, esta vez, un billete de 5 o 10 euros, un chicle o un pastel en la nevera, exactamente igual que 25 años atrás.

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