A ti, mamá

Dicen que las madres tienen siempre una conexión invisible con sus hijos varones. Invisible, extraña, e incluso por momentos esquizofrénica para el que lo contempla desde fuera, como si el cordón umbilical, después de arrancado, quedara suspendido para siempre entre ambos en el aire imperceptible. Esa conexión, al igual que ocurre entre padres e hijas, y que convierte a cualquier mujer susceptible de amar a su hijo en una especie de extraña desposeída de alma a la que saben incapaz de competir en sentimientos, también existe entre mi madre y yo.

No es cuestión de tener ahora a Edipo besándome los pies, ni de comenzar aquí un tratado de psicoanálisis materno-filial. Ella, que nació semanas antes de que el mundo convulsionara con el asesinato del presidente más carismático de América, terminaría el psicoanálisis antes de que yo abriera el Word. Mi madre, 25 años más tarde de ese acontecimiento histórico que para el mundo fue la muerte de Kennedy y para nosotros su nacimiento, tuvo la idea en connivencia con mi padre de traerme al mundo y comenzar a desarrollar esa conexión que ha desembocado en que hoy los dos nos conozcamos mejor de lo que imaginamos y a veces deseáramos.

Siempre me han dicho que el eslabón físico con mi parte materna lo conserva como nadie en casa mi hermano mediano. Pero a ella, además de una miopía que como decía un profesor mío no nos hace sino demostrarnos más profundos, yo le debo las cosas más importantes, aquellas que como diría Exupéry en El Principito, son invisibles a los ojos. Si físicamente tiro para el cromosoma Y, mi emoción es completamente X, y esa capacidad hace que sepa cómo va a actuar ella antes de hacerlo, especialmente cuando no quiero que actúe así, y viceversa. Ella ha llegado a la conclusión de que cada vez que discutimos se debe a que el uno ve en el otro lo que menos le gusta de sí mismo. Yo, en silencio callo y otorgo por dentro, porque sé que lleva toda la razón gracias a ese desarrollo místico que empezó a tejer cuando yo sólo era un zigoto.

Hace siete años, por estas fechas, le hice cruzar la provincia de Guadalajara de oeste a este con lágrimas en
los ojos por culpa de una ilusión que perdura en mí y que ella hace tiempo que hizo propia. Uno quizás nunca aprende a ser padre jamás, pero no puede dejar de ser hijo nunca, y de actual como tal, arrancando lagrimones de penas y felicidades a cada decisión, palabra o actitud no medida, pero al menos siempre he tenido buena memoria para las fechas y la emotividad suficiente para darles el destello que requieren.

Hoy, mamá, hice arroz blanco a tu estilo, miré mil veces todos los detalles de la casa antes de cerrar la puerta, puse todas las camisas en el armario mirando hacia el mismo lado, a tu estilo. Al mío te doy las gracias por todo y la enhorabuena por vivir este día tan especial. No volveremos a doblarnos nunca más en edad, pero seguramente tú me seguirás doblando siempre en conocerme bien y en ir dos pasos por delante.

Feliz cumpleaños mamá.

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