Similitudes domésticas

Os voy a contar un episodio doméstico que me sucedió esta mañana. Algo personal y que sólo afecta a la esfera de lo más privado. Algo cercano, muy propio y de lo que da incluso vergüenza compartir con la gente de repente, aunque sólo sea con la gente que visita tu blog, un selecto club que suele restringirse a familia, amigos y curiosos.

Hoy parecía un lunes cualquiera si no fuera por el frío que desde hace días ha obligado a cambiar mis sábanas por grueso colchón nórdico, y que en las últimas horas ha necesitado además el refuerzo de los calcetines (sí, cuando tengo mucho frío también duermo con ellos, aunque esto dé casi tanto pudor confesarlo como lo que viene a continuación).

Un lunes cualquiera con legañas, con promesas serrateras de “hoy puede ser un gran día”, con los recuerdos nostálgicos del fin de semana. Vaya, un lunes demasiado lunes, con poca luz en la ventana.
Ella me esperaba en el cuarto de baño. Se había levantado antes que yo, pues ya sabéis que ellas sieeempre necesitan más tiempo. Yo apuraba los últimos minutos de sueño mientras las 08:10 se cernían sin compasión sobre mí, a pesar de que yo hacía rato que ya la sentía trastear por el baño.

Tras las liturgias típicas del recién despertado, me puse las zapatillas y acudí a darle los buenos días con el mejor de mis mimos, pues uno es así, mimoso por naturaleza con quien se deja serlo. Llevamos poco tiempo juntos,  tanto que mucha gente ni siquiera nos ha visto todavía, y menos tiempo todavía durmiendo juntos, ya que todo el mundo nos dice que no es bueno abusar de las pasiones al principio, que es el mejor momento de la pareja, y que ya será el tiempo el que ponga niebla entre los dos sin que nos demos cuenta, cada 28 días.

Llegué y ahí estaba, con la cara lavada, no como yo. La acaricié suavemente y le di los buenos días y empecé a mostrarme tan cariñoso con ella como nunca. Ella ya me había advertido en los últimos días que me relajase un poco, que dejase surgir las cosas, que me notaba demasiado obsesionado porque todo saliera bien y eso daba sensación de querer tenerlo todo bajo control. Ella se está enterando de esto ahora, leyendo esto junto a mi, que tal comportamiento obsesivo-compulsivo sólo se debe a que quiero que las cosas salgan bien por una vez.
Así que le hice caso, a pesar de que eso sólo sirviera para abrirle las puertas de par en par al error, pues no conviene relajarse a primera hora de la mañana un lunes y soltar lo primero que se os ocurra, ya os lo digo yo.

La relajación, de la que yo recelaba desde el principio, derivó en un movimiento desafortunado y ella saltó de golpe.

A partir de ahí, mi lunes se torció, y a pesar de que yo no sabía ni por qué tanto drama por lo que le había dicho, empecé a intentar arreglarlo sin demasiada fortuna. La perseguí hasta el último rincón de la casa, y cada intento por llegar a un encuentro común no hacía sino empeorar las cosas. Así que triste, enrabietado y apesadumbrado, salí de casa.

No sé si alguna vez habéis llegado al trabajo después de discutir con vuestra pareja y sin dejarlo arreglado. Y en encima en lunes, con el frío en las mejillas. Todo se torcía, pero haciendo caso de experiencias pasadas, decidí dejar el tiempo correr y esperar al mediodía para intentar volver a vernos en una nueva intentona por arreglar las cosas.

La mañana, así pues, se ha hecho lenta, agonizante... Comenté la situación con una compañera del trabajo y con una amiga que me recomendó que al llegar a casa le dijera algo en lo que yo no había caído, y entre nervios y frío llegó la hora de comer y con ello, el momento de coger la situación por los cuernos. Llegué a casa, abrí la puerta del baño y la encontré. Algo seca pero de nuevo receptiva. Quizás porque vio que mis ojos eran entonces de otra, en ese momento sintió la necesidad de volver a sentirse imprescindible para mi.

No lo sé, a veces los chicos me daréis la razón en que no existe una causa evidente para el enfado o la reconciliación, sólo aparece. El caso es que arreglamos nuestra rencilla mañanera, o eso parece. Le prometí que la tendría toda la tarde a mil cuidados, que estaría pendiente de ella, aunque eso creo que le agobia por momentos, y que quizás por la noche saliéramos juntos por ahí por romper la monotonía, que hemos estado todo el fin de semana metidos en casa.

Cuando he llegado ya de noche a casa, seguía ahí, recelosa, pero en el fondo deseando volver a sentirse querida. Que “sólo es un aviso”, dice, pero sabe que me ha hecho temblar, y que sin ella me pierdo, me caigo y no me guío bien. Así que me he vuelto a poner medroso por enésima vez en mi vida, y cuando parecía que la conversación se iba a tornar de nuevo en bronca, me ha dicho: “Tú lo único que tienes es miopía, imbécil”.

Moraleja: hasta que no pierdes una lentilla, no sabes lo mucho que tu relación con ella puede llegar a parecerse a la que tienes con tu pareja. Andáos con mucho ojo, nunca mejor dicho.

Comentarios