'Cada mesa, un Vietnam'

La frase ‘Cada taula, un Vietnam’ (‘Cada mesa, un Vietnam’) fue el nombre elegido por el periodista y escritor catalán Josep María Huertas Clavería para titular sus memorias. La expresión se acuña a Rafael Pradas, y para Enric González, uno de los periodistas más admirados por mi generación, ha constituido durante su trayectoria profesional una auténtica filosofía de vida. ‘Cada mesa, un Vietnam’ hace apología de la independencia del redactor respecto a los intereses de sus superiores, de los de la empresa para la que trabaja, y constituye el más firme propósito de resistencia frente al que manda en favor del trabajo y el talento solitario, y muchas veces incomprendido, del plumilla.

El pasado miércoles tuve la suerte de encontrarme en persona, y por primera vez en mi vida, con EnricGonzález (Barcelona, 1959). El acontecimiento no se puede pasar por alto. Enric guarda auténtica fobia a las oscuras salas de cine, pero también a rodearse de admiradores y a dejarse caer en acontecimientos multitudinarios. Tan sólo se siente seguro junto a sus gatos, su otra gran pasión, junto al periodismo. El motivo de tal encontronazo fue la presentación de su librito autobiográfico ‘Memorias Líquidas’, que le ha editado Jot Down en uno de los momentos más turbulentos de su vida profesional. No se trata de su primera obra encuadernada, pero sí de la primera vez que la presentaba, obligado por la editorial, en público. Me sentía por tanto un afortunado, instalado a escasos metros de la Plaza Mayor de Madrid y dispuesto a mantener las orejas bien abiertas.  

A pesar de las circunstancias, de estar rodeado de un ambiente hostil como era el del miércoles para Enric, él no se arruga por nada, tampoco por nuestra presencia. Un hombre que ha perdido a su hija y que ha ayudado a enterrar a hijos de otros en batallas lejanas e injustas, no se arruga por nada. Y menos por estar rodeado de gente que lo quiere y lo admira.

Enric ha sido durante años uno de los estandartes de uno de los medios de referencia de la democracia española: el diario El País. No lo sería alguien que no hubiera pasado por las corresponsalías de París, Roma, Londres, Jerusalem, Washington, Nueva York, y que hubiera rechazado plazas como Berlín. No lo sería alguien que no fuera capaz de escribir con la misma lírica sobre la política, el deporte o el séptimo arte. Y no lo sería alguien que al poco después de abandonar las filas de uno de los grandes periódicos del periodismo español, no hubiera sido requerido por el otro: el diario El Mundo, donde ahora podemos leerlo dos veces por semana.  

Todos los que llenábamos esa librería estábamos deseosos de conocer el qué, cómo, dónde, cuándo y por qué de Enric. Reconozco que llegué dispuesto a escucharlo como el que va a escuchar la homilía del sacerdote, pero acabé prendado de Ramón Lobo, otro de los afectados (esta vez forzosamente, por el ERE de El País). Lobo acudió el acto a hacer las veces de Elvira Lindo (como él mismo recordó), pero acabó siendo un maestro de ceremonias sencillamente brillante. Encandiló a todos con sus ocurrencias, con su inteligencia, y con sus improvisadas salidas, y hasta tuvo geniales palabras con una manifestación que pasaba por delante de la librería que nos hizo sacar a todos una carcajada de la mandíbula como el mago que saber sacar una paloma de su sombrero.

Ambos son los periodistas que a todos nos hubiera gustado ser, y ambos son periodistas desnortados ante el rumbo que está tomando la profesión. Se les nota nostálgicos, agrios, insolentes, y a pesar de todo, esperanzados. La salida disgustada de una empresa con la que habían adquirido un sentido de pertenencia equivocado e ingenuo (“El País era la empresa en la que todos queríamos estar cuando entramos en ella, pero los medios son sólo empresas, sólo eso.”) ha marcado el presente y el futuro de dos raras avis en esto del periodismo actual. “El periodismo de guerra ya no existe, y si no, que os lo diga Arturo, que está por ahí detrás,  y el periodismo actual nos ha hecho proclives a todos a pisar menos la calle”, dijo González. Un momento… ¿Ha dicho Arturo? Me giro y efectivamente, alcanzo a ver la calva del mismísimo Pérez-Reverte, que pasa desapercibido junto a una estantería de libros. Allí atiende a los jóvenes que como yo, a esas alturas ya le habían atosigado con preguntas en petit comite y firmas. Una de las cosas que no sé si me ilusionó o me defraudó del acto, porque no sé cómo tomármela, es que a la presentación acudiéramos en una proporción de tres cuartas partes, periodistas que todavía no hemos cumplido los 30 años. También en tres cuartas partes varones, cuando los datos de estudiantes de periodismo son inversamente proporcionales a la realidad vivida en esa librería.

Lejos de escuchar a dos viejos resabiados, me encontré con dos periodistas esperanzados y muy autocríticos, convencidos de que la profesión retornará a tiempos mejores cuando sepamos ofrecer a los lectores una calidad alejada de intereses corporativos, editoriales y meramente ideológicos. Cuando se le pregunta a Enric González cómo construiría un buen periódico, la respuesta es tan normal que de simple es perfecta: “Contratando a los mejores periodistas en cada especialidad y dándoles toda la libertada del mundo, sin entrometerme en su trabajo”. Cuando se le pregunta si no cree que su hueco estorba las aspiraciones de los que venimos por detrás, es desgarradoramente sincero: “Desgraciadamente, si le hubiera dicho que no a Pedro J, no creo que hubiera buscado sustituto en cualquiera de vosotros”. Lo dice con tono de tragedia, de culpa. No hay arrogancia en esas respuestas.

Los reproches están dirigidos a los gestores y empresarios de prensa, a los que Enric siempre recomienda tener lo más lejos posibles de tu puesto en la redacción (“He visto hacer muchos periódicos y no es un espectáculo bonito de ver”). Estas mismas críticas fueron salpicándose con anécdotas vitales e impagables para cualquier joven periodista. El cómo y el cuándo este barcelonés, autor de Historias del Calcio, escribió su primer artículo futbolístico durante su estancia en Roma ante la insistencia de Santiago Segurola (también presente en la sala), el cómo y por qué de su encuentro con George W. Bush en las pequeñas dependencias interiores de la Casa Blanca, el cómo y el por qué de su relación personal con Nicolás Sarkozy, o sus travesuras etílicas con el crítico Carlos Boyero, los secretos de un festival como el de Venecia, el de los maublés barceloneses regentados por viudas de generales del ejército franquista, el cómo se esquivan las bombas en Hebrón, o el cómo y el cuándo de los acalorados desdenes salidos de los despachos de Miguel Yuste 40, sede central de su casa periodística durante casi 27 años.  

Fue un placer escuchar estas y otras historias Enric, Ramón. Nunca leeréis esto, pero yo siempre recordaré esa tarde, rodeado de algunos de los periodistas y escritores que más he respetado, y con los que compartí aire una tarde de invierno en una pequeña librería del centro de Madrid. Ni soy yo de pedir firmas ni Enric de rubricarlas -sólo hace falta ver su desganado autógrafo-, pero por una vez, a ambos nos pudo la inercia y el obligado trámite del momento. Es fácil que no haya otra posibilidad en el futuro. Enric se aferrará a sus libros, a sus felinos; e intentará que no.

Comentarios