Ganar a toda costa




Financiaciones irregulares de partidos políticos aparte (lo cual daría no para un post, sino para muchas tesis y trabajos de investigación) otro de los temas del día ha sido la confesión del exciclista estadounidense Lance Armstrong. El tejano ha reconocido, en una entrevista que se emite en dos partes en España a través del canal Discovery Max, que utilizó EPO, testosterona y otras sustancias prohibidas entre 1998 y 2005, fechas en las que ganó sus siete Tours de Francia consecutivos.

El hecho, ya asombroso en sí aunque quedara sólo en eso, lo es más cuando argumenta sus motivos, que no fueron otros (siempre según su versión) que el de saciar su “instinto insaciable de ganar y su competitividad empedernida”. En definitiva, de ganar a toda costa, de tenerlo siempre todo controlado, de que nada hiciera cambiar el guión a su vida. Creía que había nacido para ganar, y nada ni nadie iba a impedírselo.

El de Armstrong ha sido siempre un caso sospechoso desde que se le veía subir los puertos de los Alpes y los Pirineos en julio de cada verano con una ligereza inaudita. El cáncer de testículos que había sufrido años antes era su coartada perfecta, pero también era la sospecha más alargada respecto a su éxito. Quien más o quien menos, vinculaba a la medicación necesaria para superar su enfermedad con el fulgurante ascenso de este ciclista. Lo que nadie sospechaba es que precisamente esa dolencia había abierto en Lance el apetito insaciable de la victoria. Curioso cuanto menos ver cómo una experiencia de estas características no siempre hace más humilde al hombre, sino que en ocasiones genera en él el ansia desmedida por querer que los planes vitales no vuelvan a torcerse de la noche a la manaña, y hacer cualquier cosa para evitarlo.

Conviene también mirar en este caso hacia los periodistas. La mayoría callaban. En muchos casos basándose en los controles médicos, que decían que el de Armstrong era un organismo a salvo de sustancias dopantes. En otros, quizás presionados por un entorno, que como en el caso de la mayoría de deportistas de elite, ejerce un poder excesivo sobre los medios. Ellos son quienes conceden y quitan entrevistas, y muchos periodistas ven peligrar sus aspiraciones laborales cuando no llevan a la redacción una pieza exclusiva con el hombre del momento. En todos esos casos, dependen del hombre de prensa, siempre elegido gracias a la confianza que el deportista deposita en él.

La confesión de Armstrong, un hombre que busca ahora la clemencia del mundo del deporte y también la del aficionado común, ha sido de todo menos espontánea. Bajo un guión preparado (pudo confesarlo todo cómodamente a base de monosílabos) y una entrevista a buen seguro pagada (la mayoría de invitados del programa de Oprah Winfrey cobran por ello) no parece la puesta en escena más acertada para un hombre que busca ahora valores como el perdón, la sencillez y el olvido. Con estos argumentos, no sabemos por qué debemos hacer caso a un mentiroso de larga duración en una entrevista de estas características, donde el periodista también saca su propia rentabilidad de esta historia.

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