Un lugar prohibido


Existe un lugar en el mundo, no demasiado lejano de España teniendo en cuenta la dimensión total del planeta, en el que el hombre no podrá vivir jamás durante los próximos 24.000 años. Cuando desde hace décadas el ser humano fantasea con habitar otros planetas y galaxias desconocidas, resulta que tiene en su propio hogar rincones en los que, por su codicia y arrogancia, le serán tan ajenos como cualquier otro astro semi inexplorado durante todo ese tiempo. Piensen donde estaba el hombre 24.000 años atrás. Sí, todavía viviendo en cuevas y sin haber desarrollado herramientas tan básicas como la escritura. Traten de realizar un ejercicio de ciencia ficción ahora, y piensen dónde puede estar dentro de ese mismo tiempo. Imposible adivinarlo.

Hace dos semanas me impresionó leer el relato de Jon Sistiaga en el suplemento dominical de El País sobre ese lugar llamado Prípiat, inhabitable a partir del desastre nuclear de la central de Chernóbil. La ciudad, de unos 50.000 habitantes, convertida hoy en un escenario fantasmagórico, está situada a poco más de 120 kilómetros del escenario en el que España se proclamó campeona del último europeo de fútbol, en Kiev, capital de Ucrania. Impresionan las pequeñas distancias que separan la gloria del más absoluto fracaso de la humanidad.

Conmovido por ese reportaje, contemplé su correspondiente documental, emitido por Canal + este 23 de enero, y que he adjuntado a estas líneas. A veces, a las palabras no es necesario añadirle imágenes y sonido para contemplar su crudeza en todo su esplendor, sin embargo, araña las tripas. El periodista Sistiaga, experto en moverse como pez en el agua en escenarios límites para el hombre, se adentra en la zona de exclusión de esta central nuclear, que no será desconectada en su totalidad hasta 2065, cuando muchos de sus actuales responsables de desmantelamiento ya estén sencillamente muertos por la edad. Pisotea también esa ciudad fantasma, donde han quedado vestigios de vidas rotas y donde el reloj y el atrezo parecen haberse quedado parados para siempre en abril de 1986, fecha en la que tuvo lugar la explosión.

Al margen de la crudeza del escenario y de sus apocalípticas estampas, me conmueven media docena de aspectos inquietantes y especialmente dados a la reflexión común. En primer lugar, las propias magnitudes de tiempo que serán necesarias para la rehabilitación de la zona, que se escapan de la percepción humana. Segundo: la incógnita y el reto que para la comunidad científica supone que “el bicho”, -el material más radiactivo del desastre-, que todavía se encuentre almacenado y vivo, dentro del reactor más afectado, esperando una solución definitiva que se está postergando con el paso de los años. Tercero: el papel que jugó el Gobierno de la todavía URSS al obligar a médicos y forenses a falsear las actas de defunción con el fin de mitigar las cifras del desastre, atribuyendo a esas muertes causas erróneas, y que ha provocado que a día de hoy todavía no existan cifras concretas de las víctimas del accidente. Cuarto: el papel de ese mismo Gobierno, que obligó a algunas personas a rehabilitar pequeños pueblos de la zona con el correspondiente peligro para la vida con el fin de proyectar al resto del mundo una normalidad inexistente. Quinto: la pérdida de confianza que las administraciones generan en su población originados, entre otros factores, por los dos anteriormente nombrados. Y por último, y no menos importante, las heridas invisibles y personales que han quedado para siempre en el alma de sus víctimas. Hoy ellos, mañana quién sabe si nosotros.

Hace algo menos de dos años tuve la oportunidad de entrevistar a Sergiy Umanets, una de las personas que trabajó durante el proceso de limpiado y contención de la fuga radiactiva de esa misma central durante los días siguientes a la masacre. Un miembro vivo de esa brigada en la que el 20 por ciento de sus componentes han muerto con el paso de los años por causas vinculadas con la fuga. Son considerados auténticos héroes nacionales, pero su vida ha quedado marcada para siempre por ese hecho, sin posibilidad de pasar página, sin posibilidad de ejercer el derecho vital de olvidar, yendo a cualquier lugar con la matrícula imborrable de ser “uno de aquellos”

Aun con todo, no debemos ser demasiado conscientes del peligro de una fuga contaminante. Salvando las distancias con Chernóbil, en España acaba de ser aprobada la iniciativa por la que una de las zonas con mayor valor ecológico de nuestro país será perforada con el fin de extraer gas de su subsuelo. Las consecuencias serán cero, pensarán muchos, desde luego no es comparable el peligro con el de una fuga radiactiva. Es cierto, pero el accidente soviético, debiera habernos hecho cambiar de paradigma a la hora de obtener fuentes de energía. Los intereses económico-políticos siguen primando por encima de cualquier beneficio social y saludable una vez más. Gobiernan para su bolsillo, no para nosotros.

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